Un Papa radical e incomprendido

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Siendo evidente, no estoy seguro de que se trate de algo tan percibido por la multitud. En una cultura que en buena parte de ella ha perdido el sentido de lo sagrado, rezar puede ser considerada una actitud incomprensible, intrascendente, superflua. Sin embargo, en alguien cuya boca ha pronunciado palabras que constituyen a menudo una piedra de escándalo, sospecho que esta debe ser una de sus consignas más incansablemente repetidas.

Me parece muy significativo, porque se trata de un enunciado que referencia a alguien carenciado, a un ser que necesita y que por eso mismo es que extiende su mano en actitud mendicante para pedir. De otra parte, Francisco está considerado por las más diversas y autorizadas opiniones como una de las personas más influyentes de la Tierra, y sin embargo, expresa su propia realidad existencial como una petición serena, pero constante y prolongada.

Parecería una contradicción. Entonces, ¿cómo explicarlo? ¿Cómo es que un hombre aparentemente tan poderoso está pidiendo una y otra vez como un pobrecito? A mi modo de ver, la causa salta a la vista. Me parece muy sencillamente que esta constatación de su propia subjetividad evidencia una real conciencia de la disparidad entre la magnitud de su misión y la inconsistencia de cómo se percibe a sí mismo. Sentirse nada frente a la infinitud del amor es la condición de la santidad. Como en otros detalles, ser el Santo Padre no es en Francisco una forma.

Es que si esto es así, lo es porque la frase se enmarca en un estilo, que desde luego no constituye algo aislado. Si resulta natural escucharla, no es tanto por su reiteración, como por el sentido que adquiere en un contexto. Es una sensibilidad tan señalada y evidente que no deja margen para ser considerada una pose, ni siquiera por parte de quienes parten de una visión increyente. Esta actitud impetratoria e implorante nace de un reconocimiento de la insuficiencia motivada por la propia fragilidad de las siempre escasas fuerzas humanas, sabiendo confiar en quien sabe omnipotente.

"Seréis como dioses"

Se me ocurre que esta calidad menesterosa se opone precisamente de una manera radical al hombre fáustico, que identifica al modelo humano de nuestro tiempo, ilusionado vanamente con ser lo que no es. Ninguna originalidad, ciertamente, como que se remonta a la primigenia tentación inserta en la promesa del "Seréis como dioses". Porque si un rasgo identifica al papa Francisco a lo largo de su pontificado, es partir de una de las realidades más evidentes de la vida humana que es la finitud. En el mensaje evangélico, la condición precaria es asumida como una riqueza, pero es con Francisco que los pobres adquieren una visibilidad central en la Iglesia. No es algo ocioso, por cuanto es en el pobre que reside el retrato de una divinidad encarnada.

La mayoría de las veces la consideración sobre el Papa suele transcurrir por carriles institucionales que lo muestran en relación con la sociedad. No es para menos, porque Francisco está presente en todos los grandes temas de nuestra contemporaneidad de un modo tan vivo que adquiere un relieve peculiar incluso respecto de sus grandes antecesores.

De ningún Papa se han escrito durante su pontificado tanta literatura como de este. Ninguno de ellos ha alcanzado tal intensidad y densidad de presencia en el escenario global. Sin embargo, muchos de esos relatos se refieren a la figura del pontífice no tanto como un líder religioso, sino con una llamativa proyección política que es el producto de su visión del cristianismo como un protagonista de la historia. El mensaje de un Dios que ha tomado carnadura humana no se angosta para el Papa en una realidad puramente individualista e interior, sino que se define en una conversión de los pueblos a una vida nueva, plena, feliz.

"Repara mi Iglesia"

Este es el punto de dolor que para tantos resulta incomprensible. Una tradición vaticanista divide a los papas en pastores y políticos. Entiendo que Jorge Bergoglio, que tantos moldes ha roto, deshace también este y se inscribe a su modo en ambas identidades. Está sanando relaciones enfermas entre naciones, pero al mismo tiempo acaricia el rostro atribulado de un refugiado y le procura cobijo. No es una situación humanitaria porque él ve ante todo almas necesitadas donde otros ven solamente cuerpos dolientes. Su mirada mística es más profunda que la de una mera asistencialidad.

La primera y mayor misión de Bergoglio no está sin embargo fuera, sino dentro. "Francisco, repara mi Iglesia", fue el mandato que escuchara en los tiempos medios el poverello d'Assisi y que ahora en la posmodernidad encuentra una nueva resonancia en los oídos de Bergoglio-Francisco. Pero él no se concibe a sí mismo como un revolucionario que todo lo pone patas para arriba, sino como alguien que secunda un designio que lo supera y que desata nudos como los de la Virgen de la que es devoto, pone en marcha movimientos que adquirirán madurez en el futuro, encarrilla fuerzas latentes.

La radicalidad de Francisco, sus tiempos, su llegada por otros caminos, todo eso resulta difícil de entender desde una sensibilidad de cortos vuelos, acurrucada y pusilánime, aun por sus propios hermanos en la fe. Casi siempre los profetas fueron mal recibidos. Pero su huella en la Iglesia ya es muy honda, si bien es la perspectiva histórica la que la irá mostrando en todo su despliegue a lo largo del tiempo.

Si un lustro es un buen tiempo para practicar un balance, me parece que el primero lo tenemos que hacer nosotros mismos, los argentinos, pero también cabe esta revisión a los propios fieles cristianos. En tal sentido, a menudo me pregunto en qué medida hemos estado a la altura de las circunstancias. Mucho me temo que nuestra escala sea a veces demasiado pequeña para percibir todo un mundo ancho, propio y ajeno al que un pequeño y frágil paisano está transformando con la fuerza y la radicalidad de un amor que es infinito, porque su fuente está más allá de su propia humanidad.

Una luz brillando en la oscuridad

"Recen por mí". Una figura casi imperceptible en la penumbra se inclina en acción de gracias luego de celebrar como todos los días su misa ante un pequeño grupo de fieles. Está ante su padre rindiendo cuentas de la responsabilidad más alta que un ser humano puede tener en esta vida transeúnte. Pero su hacer no es una contabilidad como la de los humanos, los hombres.

Rezar nace de una conciencia que no se concibe como autónoma, sino que se reconoce como tributaria de una realidad más alta, que está rendida ante la misericordia. Un nuevo día es una promesa donde brilla la esperanza, y su rostro sabe reflejar la alegría de una buena nueva. Mientras el sol despunta, parece acariciar la sonrisa de una mirada que se extiende anhelante, pródiga sobre la extensión de una plaza, de una geografía, de una muchedumbre que necesita de un amor redentor.