Trump en el laberinto del mercado persa

El equipo de seguridad nacional de Trump, formado por militares de gran experiencia y prudencia, parece orientarse a un camino intermedio que implique enviar un mensaje fuerte al régimen fundamentalista, pero, al mismo tiempo, no abandonar por el momento lo firmado en el 2015

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En los últimos meses los medios de prensa y académicos del mundo han centrado su atención en Corea del Norte y su juego de la gallina, o quién camina más cerca del precipicio sin caerse con los Estados Unidos. No obstante, en el otro lado del mundo, el escenario empieza a tomar nuevamente temperatura. Nos referimos a Irán y la decisión que la Casa Blanca tiene que tomar para dar o no la certificación de cumplimiento semestral del acuerdo en el sector nuclear que firmó la potencia persa con la administración Obama en el 2015 junto con China, Rusia, Gran Bretaña, Francia y Alemania.

A comienzos del presente año, Donald Trump dio por válido lo realizado por Teherán en lo referido al no desarrollo de un programa atómico destinado a uso bélico. No obstante, desde ese mismo momento voceros del Gobierno estadounidense comenzaron a advertir que para octubre la postura sería mucho más exigente y escéptica. Desde los otros países firmantes del acuerdo, así como desde la Agencia Internacional de Energía Atómica, que cumple un papel de vigilancia del acuerdo, se ha advertido al magnate republicano que no abra otro nuevo frente de tensión internacional.

El equipo de seguridad nacional de Trump, formado por militares de gran experiencia y prudencia, parece orientarse a un camino intermedio que implique enviar un mensaje fuerte al régimen fundamentalista, pero, al mismo tiempo, no abandonar por el momento lo firmado en el 2015.

¿Qué lleva a Washington a esta postura de mayor dureza, cuando las inspecciones no parecen mostrar trampas o violaciones significativas por parte de los iraníes? Para responder a ello habría que mirar un poco más allá del tema uranio y plutonio. En todo caso, los Estados Unidos han tomado conciencia de las importantes ganancias estratégicas que ha obtenido Irán en su participación política y militar en escenarios como Irak, Siria y Líbano, así como en el mismo y estratégicamente situado Yemen. La innecesaria invasión a Irak del 2003 por parte de la administración Bush no hizo más que debilitar el poder de los suníes laicos en la región y dejar abierto el terreno para la mayoría chiita pro iraní. En el caso de Siria, la combinación de fuerzas rusas, persas y de sus aliados libaneses de Hezbollah le están permitiendo al régimen de Assad sobrevivir a la rebelión y la guerra civil que estalló lustro atrás, donde milicias respaldadas por los sauditas y el mismo Estados Unidos, y a partir del 2014, el ISIS, han buscado desplazarlo del poder.

La emergencia del Estado Islámico y su guerra relámpago, que lo llevó a conquistar amplios espacios de suelo iraquí y sirio, han motivado en el último año un menor interés de Washington y Arabia Saudita en seguir respaldando las operaciones anti Assad. De hecho, la semana pasada, el rey de esta gran potencia petrolera y referente político y religioso de los suníes del mundo árabe visitó Moscú para avanzar en un conjunto de acuerdos en materia de compra de armamento, darle una mayor estabilidad al precio del petróleo, derrotar al ISIS y buscar mecanismos diplomáticos para dar por terminada la guerra civil en Siria. En otras palabras, la administración Trump quiere marcarle de manera más firme el terreno a la estrategia geopolítica de Irán. Gracias al acuerdo de congelamiento del programa nuclear militar acordado en el 2015, y la consiguiente flexibilización de las sanciones internacionales, le han permitido a Teherán mejorar sus ingresos por exportaciones de petróleo y otros productos por más de 18 mil millones de dólares el año pasado. Una cifra por demás significativa para un país con un PBI un 10% a 15% más chico que el de, por ejemplo, la Argentina.

Asimismo, un área tecnológica sensible que no cubre el marco normativo del 2015 es el del desarrollo iraní de misiles balísticos de mediano y largo alcance, o sea, de mil o más kilómetros de radio de acción. Pocas semanas atrás, Teherán dio a conocer un video con el lanzamiento de un nuevo vector en condiciones de impactar sobre Israel o Arabia Saudita, y supuestamente dotado de guías de comando y control que le bridarían alta precisión. Llegado el caso, estos serían capaces, a futuro, de cobijar cabezas nucleares como las que viene desarrollando Corea del Norte, quien, en las últimas décadas, ha mantenido esquemas de intercambio y cooperación misilística con Irán.

Por último y no menos importante, Irán se erige en una fuente de financiamiento y abastecimiento de armamento crecientemente sofisticado de las milicias chiítas de Hezbollah en El Líbano y enemigo declarado de Israel, país con el que tuvo una breve pero áspera confrontación militar en el 2006. Fuentes internacionales calculan que unos 500 a 800 millones de dólares son invertidos por Irán en este aliado. De hecho, en los últimos años, la Fuerza Aérea de Israel ha llevado a cabo una docena de ataques quirúrgicos sobre depósitos de armas y más recientemente en una fábrica de cohetes, al parecer también de armas químicas de Hezbollah en suelo sirio. El Gobierno israelí viene advirtiendo sobre la creciente posibilidad de una guerra de alta intensidad con esta milicia libanesa más temprano que tarde.

Por todo ello, la aspereza que muestra la administración Trump con el milenario mundo persa dista de ser una rabieta o una fobia. En todo caso, es la búsqueda de poner límites más fuertes y concretos a un ascenso de las capacidades estratégicas, económicas y tecnologías de este rival. Realismo puro.