Los últimos días de Isabel Perón en el gobierno: de las perturbadoras “voces en su cabeza” a cuando llegó a pesar 40 kilos

“¿Qué es lo que sabe? ¿Qué es lo que oculta?”, se pregunta sobre esta “viuda acorralada que vive en el exilio hace casi cincuenta años” el periodista Facundo Pastor en su nuevo libro, “Isabel”, del que puede leerse un fragmento.

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“¿Qué fue lo que vio durante los años que estuvo con a Perón? ¿Qué es lo que sabe? ¿Qué es lo que oculta?”, se pregunta Facundo Pastor en su nuevo libro, "Isabel".
“¿Qué fue lo que vio durante los años que estuvo con a Perón? ¿Qué es lo que sabe? ¿Qué es lo que oculta?”, se pregunta Facundo Pastor en su nuevo libro, "Isabel".

¿Olvidada o escondida? Cuando se habla de María Estela Martínez de Perón -la mujer conocida como Isabel o Isabelita, que fue vicepresidenta de Perón en su tercer mandato y que, tras la muerte de su esposo, fue presidenta del 1 de julio de 1974 al 24 de marzo de 1976-, se suele hablar del caos político que antecedió a la última dictadura argentina. Pero, ¿qué pasó realmente en aquellos meses previos al golpe de Estado? Y, sobre todo, ¿qué pasó después con la primera presidenta mujer del país?

En su nuevo libro, Isabel, el periodista, abogado y productor argentino Facundo Pastor reconstruye, con ritmo de thriller, todo lo que pasó con esta “viuda acorralada que vive en el exilio hace casi cincuenta años”.

“¿Qué fue lo que vio durante los años que estuvo con a Perón? ¿Qué es lo que sabe? ¿Qué es lo que oculta?”, se pregunta el autor que, a partir de una extensa investigación, responde muchos de los grandes interrogantes al respecto. ¿Quién la acompañaba en el helicóptero? ¿Fue víctima de una trampa de su propio entorno? ¿Por qué Massera la tuvo estrictamente vigilada? ¿Cómo es la vida hoy de esta mujer, a la que envuelve un silencio que parece más obligado que voluntario?

Editado por Aguilar, Isabel -del que puede leerse parte del primer capítulo al final de esta nota- no solo demuestra la habilidad narrativa de Facundo Pastor, sino que aborda uno de los capítulos clave de la historia argentina que, tras medio siglo, todavía tiene algunos secretos por develar.

“Isabel”, de Facundo Pastor (fragmento)

"Isabel", de Facundo Pastor, editado por Aguilar.
"Isabel", de Facundo Pastor, editado por Aguilar.

I

Las voces. Otra vez las voces en su cabeza. Lo peor que tenían esos zumbidos no eran el eco que generaban cuando ella se enfrentaba al silencio sino lo indescifrable, lo inconcluso. Eran voces. De eso no tenía dudas. Voces rumiantes portadoras de palabras incompletas. Destellos de pensamientos desordenados. Frases que quedaban repicando. Frases que la transportaban a escenas del mismo día, o de otros días pasados, o de días imaginarios del futuro. Días por venir.

No estaba loca, eso también lo tenía claro. Pero sí se reconocía atormentada por esos sonidos en su cabeza.

No eran gritos.

No eran murmullos.

Tampoco susurros.

Eran palabras.

Palabras que empezaban y muchas veces no llegaban a terminar.

Y eso implicaba un juego desgastante en su cabeza. Un juego del que se veía obligada a participar. Cuando eso sucedía se ponía de frente al desafío de completar esas palabras partidas que emergían como piezas de un rompecabezas.

Las completaba y las ordenaba. Las ordenaba y las comprendía.

Con tres o cuatro letras iniciales descubría, al instante, el significado. Después, se relajaba porque entendía hacia dónde iban esos pensamientos descarriados.

El Brujo le había enseñado a manejar la técnica. También, la ansiedad. A no desesperarse con la aparición de los primeros sonidos. A no responder en público, mucho menos en voz alta.

—Soy yo el que te habla, el que te guía. Soy yo, el hermano Daniel dentro tuyo —le había dicho López Rega una noche en Puerta de Hierro mientras daban sus primeros pasos de ese viaje interior.

El altillo con las ventanas tapiadas. Los astros. El cadáver de Evita. Las sesiones al alba.

Los brebajes.

Las voces mutiladas.

La madrugada en que finalizaron uno de los primeros rituales, ella lo enfrentó con temor. Sintió, como nunca antes, el vértigo de lo nuevo, la pureza de lo iniciático.

—Daniel, no sé si podré complacerlo —deslizó y rompió en llanto.

El Brujo la abrazó con una manta y la cobijó sereno hasta que el sol terminó de aparecer. Entonces, ella se arrodilló y le prometió que lo intentaría. Se lo prometió con la manos juntas, entrelazadas como una maraña de algas; con la cabeza gacha mirando el suelo, rindiéndole pleitesía.

Le aseguró que pondría lo mejor de sí para dejarse conducir.

Y que abriría su alma en favor de la causa.

Isabel Perón fue la primera presidenta argentina y ejerció desde el 1 de julio de 1974 al 24 de marzo de 1976, día del golpe de Estado.
Isabel Perón fue la primera presidenta argentina y ejerció desde el 1 de julio de 1974 al 24 de marzo de 1976, día del golpe de Estado.

II

Cuando la puerta del despacho se cerró, aquella noche, la noche del final, ella volvió sobre el asunto. Otra vez las voces. Otra vez las palabras recortadas, las frases a medio camino, los pensamientos, los fantasmas.

Estaba cansada. Y tenía claro que no quería seguir así, aunque intentaría disimularlo hasta el final. Aunque buscaría mostrarse estoica y firme tensando ese cuerpo frágil y vulnerable.

Van a tener que fusilarme para hacerme renunciar —se la escuchó gritar una tarde en el comienzo del verano de 1976.

El Brujo ya no estaba para abrazarla. Acorralado por las urgencias judiciales había escapado.

Para Isabel las noches eran de insomnio. Las mañanas difíciles de iniciar. La soledad comenzaba a carcomerla. Fue, justamente, ese verano cuando empezó a recuperar algo del peso que su cuerpo había perdido hasta llegar al límite de los cuarenta kilos. Sus huesos flameaban como una veleta al viento en las caminatas de Ascochinga donde tuvo que guardarse, durante la primavera, bajo la mirada de las mujeres de los comandantes.

Primero lo había sentido como una contención, como un gesto de hermandad, pero luego tuvo que aceptar que todo había sido una maniobra para sacarla de escena, controlarla y aislarla; para dejarla indefensa y paralizada como queda una presa ante el primer disparo del cazador.

Todo eso había quedado atrás. Pero las voces no. Las voces seguían ahí.

Resonando en su interior.

Estaba famélica. Apenas probó el pollo con papas al horno que le sirvieron en la cena, y la espuma de chocolate la hizo a un lado con un gesto esquivo.

Después, se dispuso a enfrentar esa reunión de gabinete eterna.

Las miradas de los ministros.

Los reproches innecesarios.

La presunción de micrófonos escondidos por la inteligencia militar.

Sospechas de algunos infiltrados.

Rumores de un final inminente.

Promesas poco creíbles.

Voces desordenadas.

Voces en su cabeza.

A medianoche, cuando el reloj marcó el inicio de un nuevo día, logró distraerse unos minutos. Cumplía años una de sus principales colaboradoras, Beatriz Galán. Apareció una torta con rulos de crema y cerezas. Las velitas prendidas. El canto. Los aplausos. Las risas. Después, se retiró a la quietud de su despacho. Una de las ventanas tenía una rendija abierta. El viento cálido se colaba en el ambiente.

Miró a la caramelera. Amagó con saciar el hambre con esos ácidos de lima, aunque prefirió controlarse. Mucha azúcar en la sangre no era recomendable. Eso le habían dicho los médicos que no paraban de controlarla.

¿Qué pretendían, que viviera guarecida en una cajita de cristal? Qué ridículos, pensó. Si supieran que tengo la protección eterna.

Ya les había dicho que terminaran de asediarla con tantos estudios, que la dejaran vivir en paz. Que se quedaran tranquilos, que no se iba a morir de un día para otro como Perón. Que su muerte llegaría lenta y premeditada.

El Brujo se lo había asegurado antes de fugarse. —Vivirás muchos años más, vivirás hasta poder liberar a este bendito país del Maligno —le dijo en uno de sus últimos encuentros.

Cuando se cansó de esperar sentada se puso en movimiento. Caminó de un lado a otro de su despacho. Ordenó papeles. Vació su cartera de cuero sobre el escritorio. Se acercó a la ventana. Vio el reflejo de su rostro en el vidrio. Vio la noche, la ciudad desierta. Y, antes de que comenzaran otra vez las voces, decidió ir al baño.

Sabía que pronto vendrían a buscarla, por eso utilizó el espejo para peinar su pelo tirante. Algunos mechones electrizados estaban intratables.

Ni bien terminó, regresó a su escritorio. Abrió el primer cajón. Sacó un revólver. Y se aseguró de que estuviera cargado antes de guardarlo en la cartera.

Isabel Perón junto a Raúl Alfonsín durante la consolidación de la democracia.
Isabel Perón junto a Raúl Alfonsín durante la consolidación de la democracia.

III

El sonido de las aspas del helicóptero la sacó del juego interior.

Por fin, las voces se detuvieron. El silencio del despacho presidencial cedió. Las cortinas se sacudieron, se embolsaron como si fueran muñecos amorfos danzando al ritmo del viento. El ruido venía de la terraza. Era evidente que ya habían decidido por ella.

Otra vez a volar.

Las cosas no estaban como para andar de noche por esa ciudad paralizada. Hacía pocos días, habían detonado una bomba de veinte kilos de trotyl en la playa de estacionamiento del Comando General del Ejército.

A pocos metros de la Casa Rosada. A pocos metros de ella. Incluso, la onda expansiva rompió las ventanas de algunas oficinas cercanas a su despacho. Ella misma fue a ver cómo el personal de maestranza levantaba los vidrios desperdigados. Los empleados estaban aterrados. Ella también. Había quedado obsesionada con los detalles del hecho y los repetía como un mantra para ahuyentar fantasmas.

Hablaba de un ataque milimétrico y certero. Un ataque que hizo temblar el centro de la ciudad. Repetía, sin vacilar, la información publicada por los diarios que adjudicaban el atentado a la guerrilla.

A las 7.45 los colectivos se sacudieron por el estruendo.

Catorce personas resultaron heridas.

Doce autos reducidos a chatarra.

La bomba también le generó un cimbronazo interior. La hizo sentir indefensa. Le ratificó lo que todos los días leía en los partes de inteligencia. El clima estaba enrarecido. No había alternativas. El ultimátum emergía como un desenlace. Por eso no le pareció extraño cuando su secretario, Julio González, apareció por la puerta que conectaba su despacho con la terraza.

—¡Vamos, Excelencia! Está todo preparado para llevarla a la Quinta de Olivos. Hoy, la Casa Militar recomienda ir por el aire.

Se paró sin responder y se puso en movimiento. Atravesó todo el despacho a paso firme y cuando pasó por la ventana, donde se sacudían las cortinas, se detuvo para cerrarla.

—Qué ruido más insoportable —deslizó con fastidio y continuó caminando.

En la cartera no solo había guardado el revólver cargado. También un rouge color carmín y un pañuelo de algodón. Hacía unos días que un ojo le lloraba sin explicación como a esas estatuas paganas a las que se les atribuyen milagros y curaciones.

Al llegar a la puerta se acomodó la blusa floreada. Enderezó su pollera beige. Y esperó las indicaciones de González. Junto al baño presidencial, donde había luchado con el pelo rebelde, estaba la puerta por donde apareció su secretario. No era una puerta secreta, pero no todos los que pasaban por el despacho advertían que detrás de esa prolongación de la pared emergía un pasadizo que los llevaba en forma directa a la terraza.

En cuestión de segundos estuvo al aire libre, de cara al Río de la Plata, de espalda a la Plaza de Mayo. La plaza estaba vacía. Del río solo llegaba una brisa que se sentía como un silbido suave. Odiaba ese trayecto mugriento: el montacargas disfrazado de ascensor, los escalones empinados. Lo sentía como un escenario ajeno, como la confirmación de que las cosas no estaban bien. A ella le gustaba el ascensor principal. El que bajaba desde el primer piso hacia el Salón de los Bustos. Le gustaba mirarse en el espejo de cristal amurado a la boiserie e iluminado por una araña de caireles ámbar, regalo de Isabel de Borbón, para el centenario de la Revolución de Mayo.

Otros tiempos. Otra historia.

Cuando se asomó a la terraza, la noche le pareció más oscura de lo que había espiado en la soledad de su despacho. Sintió cómo el viento la despabilaba y puso su mano sobre la cabeza para no volver a despeinarse. Le hubiera gustado ver el brillo metálico de la luna, pero ni una estrella vio en la caminata. Solo nubarrones que ensombrecían los rostros de sus colaboradores. La comitiva formaba una hilera perfecta: tres granaderos, dos custodios, los pilotos.

Con el viento ahora más embravecido por las aspas comenzó la rendición de honores. Un ritual infaltable, el último. La venia, el grito y el sable de caballería desenfundado apuntando al cielo.