La vez que Mafalda no tuvo razón

Susanita prefiere los vestidos, la rebelde Mafalda la cultura. ¿Quién gana la discusión? Quino plantea una paradoja que hace pensar en lo que se discute en estos días en la Argentina.

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La viñeta del gran Quino.
La viñeta del gran Quino.

En estas semanas mucha de la gente de la cultura en la Argentina salió a manifestarse contra el proyecto de la Ley Ómnibus con el que empezó su gobierno Javier Milei y que en algunos aspectos afecta al sector.

Algunas cosas fueron cambiando: a diferencia de lo que se planteaba al principio, el Fondo Nacional de las Artes, el INCAA y el Instituto Nacional de la Música seguirán siendo independientes, por ejemplo. Pero todavía está por verse qué pasará con la ley de Precio Fijo que tienen los libros. Algo que parece un contrasentido: la ley prohíbe vender más barato. Se explica más sobre el tema en esta nota.

Todo esto —la marcha con gente de la cultura, sus manifestaciones en las redes— me hizo acordar de una vieja viñeta de Mafalda. Quino parece haberlo visto todo.

Es un diálogo entre Susanita —la nena conservadora, que sueña con ser ama de casa— y la cuestionadora Mafalda. Susanita dice, en un suspiro, que cuando sea grande quiere tener muchos vestidos. Y Mafalda responde que ella prefiere “mucha cultura”. Entonces Susanita saca los dientes: “¿Te llevan presa por salir sin cultura?”. Y, no. “Probá salir sin vestido”.

Plop. La contundencia del sentido común como un palo sobre la cabeza elevada de Mafalda. Pero, también, con una mano en el corazón: ¿cuánto de vestidos, teléfonos, autos, etcéteras queremos y cuánto de “cultura”? ¿Cuánto pagamos por unos y cuánto por la otra? De eso también parece hablar la historieta. Que termina cuando Mafalda se va diciendo: “Es muy triste tener que pegarle a alguien que tiene razón”.

Mafalda y Susanita, vestidos y cultura.
Mafalda y Susanita, vestidos y cultura.

Permítaseme discutir esta vez con el gran Quino. No te llevan preso pero te apresa andar sin cultura. Te sujeta a los que te van a explicar el mundo. Te deja encadenadito al vestido —el celular, el auto, el etcétera que quieras—. Te deja sin saber qué te corresponde y cuándo te están pasando.

Me gusta una anécdota que contó el escritor Guillermo Saccomanno y que yo le escuché a Juan Boido —hoy director editorial de Penguin Random House— hace dos mil años en el Foro del Libro y la Lectura del Chaco.

Allí Saccomanno decía que le había tocado ir a una escuela de los suburbios pobres que rodean la Ciudad de Buenos Aires. A hablar de literatura. Que en medio del desastre que era todo —las maestras no más interesadas que los alumnos, la miseria— intentó hacer una lectura colectiva en voz alta. Que un grupo de chicos hacía ruido, molestaba, estaba en otra cosa y él autorizó a que se fueran. Cuando estaban saliendo les dijo que los entendía, con la vida que vivían, cómo les iba a interesar un cuento. Pero les advirtió: “Sepan que si cruzan esa puerta son boleta”. Los chicos se asombraron. ¿Por qué sus vidas corrían riesgo si dejaban la clase de literatura? Él lo explicó: “Si no saben leer, ustedes no saben sus derechos. Y si no saben sus derechos, cuando la Bonaerense los agarre con un fasito, los pueden fusilar. Vayan nomás. Los ratis los esperan”.

Los muchachos se quedaron.

Lejos del rey

No por nada allá por la Revolución Francesa, cuando dejamos de creer que había un rey sabio y bueno que cuidaba de nosotros, los Estados que se armaron se preocuparon por que sus ciudadanos supieran leer y también por que vieran arte, que es otro tipo de lectura. Que sacaran la cabeza de lo cotidiano y supieran que el ancho mundo era para ellos.

“El ‘proyecto de la Ilustración’ —decía el pensador francés Zygmunt Bauman en su libro La cultura en en el mundo de la modernidad líquida otorgaba a la cultura el estatus de herramienta básica para la construcción de una nación, un Estado y un Estado nación, a la vez que confiaba esa herramienta a las manos de la clase instruida”. Había que educarse para entrar en la conversación pública, para que no te llevaran puesto los explicadores. Eso incluía salir a dar una vuelta y ver cuadros en un museo, algo más que trabajar y descansar para trabajar más.

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Hace muchos años, en la Feria del Libro de Frankfurt —la más vieja y la más importante del mundo— le pregunté a Juergen Boos, su presidente, para qué hacía falta leer. Por qué hacer campañas, por qué hacer fuerza y destinar recursos en hacer que la gente dedicara parte de sus horas libres a eso. Me contestó sin una duda: “Para formar ciudadanos críticos”. Para eso, Susanita, hay que ir más allá del guardarropa.

Y no se trata de dedicarse a la teoría política. Leer —como mirar arte de manera pausada y comprensiva— no sólo te lleva a otros tiempos —¡nos acercamos en directo a los pensamientos de gente de muchos siglos atrás!— sino que, sobre todo, te hace poner en otros zapatos. Seas quien seas en la “vida real”, con el libro en la mano sos, por ejemplo, ese chiquito italiano que se manda solo desde Europa hasta estas pampas para buscar a su madre (en el cuento De los apeninos a los Andes, de Edmundo de Amicis). Sos ese enamorado desesperado del Werther de Goethe y sos esa nena huérfana a la que el padre lleva en un atadito, al lado de la ropa sucia, de Autobiografía de mi madre, de Jamaica Kincaid. Podés ser un gaucho que se escapa al desierto porque no quiere que lo metan al ejército y también el sargento que lo tiene que perseguir pero se da vuelta en plena pelea —porque lo gana su admiración por el coraje— y se queda del lado del desertor. (Esto, claro, pasa en el Martín Fierro). Sos ese hombre que acaba de salir del campo de concentración de Buchenwald y no sabe dónde está parado (Jorge Semprún, La escritura o la vida).

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Sos otros, con otras vidas, otras perspectivas, otros dolores. Un rato, Susanita, nada más. Vas a ver que eso ayuda a vivir con los demás, a entender que no están locos, a pensarse como comunidad.

Con los libros las opciones de “esto o lo otro”, de “yo o la catástrofe” se complejizan. Hay tartufos, hipócritas peligrosos —ver Tartufo, de Moliere—, hay Fuenteovejunas, esos momentos heroicos en que una comunidad se levanta y le planta cara al poder. Hay maneras de no ser lo que se debe ser y elegir la vida propia; estoy pensando en Las niñas del naranjel, de Gabriela Cabezón Cámara, donde una monja se hace soldado en España, viene a la conquista de América y termina cuidando a dos nenas guaraníes con amor… en vez de guerrear. En los libros hay derrotas monumentales y triunfos heroicos. Hay perspectivas, viajes al futuro que nos hablan del presente y crónicas que nos muestran un presente pegado al pasado. Hasta hay cómo saber por qué te gusta ese vestido, Susanita.

En el Río de la Plata, muchos crecimos al amparo de M´hijo el dotor, una obra del uruguayo Florencio Sánchez en la que el hijo de unos campesinos se va a estudiar a la ciudad y vuelve con otros valores. En una generación se ha producido —por la vía del estudio— el ascenso social. Muchos creímos que ese era el camino y, de alguna manera, lo fue. Eso y la ley 1420 de educación común, gratuita, laica y obligatoria hicieron este país no menos que las Bases liberales de Alberdi que hoy se recitan ante tantos micrófonos.

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De un rejunte de españoles, pueblos originarios e inmigrantes de medio mundo hubo que hacer un país y fue la cultura la que lo hizo.

“Si en lugar de canonizar el Martín Fierro, hubiéramos canonizado el Facundo, otra sería nuestra historia y mejor”, decía Borges. Y reflexionaba Carlos Gamerro, autor de Facundo o Martín Fierro: “tanto ‘facundistas’ como ‘martinfierristas’ aceptan la escandalosa premisa de que un libro puede regir los destinos nacionales y, en lugar de señalarla como absurda e improcedente, se pelean por establecer cuál debe ser ese libro”.

Eso: nos peleamos por un texto y nos amontonamos en la Feria del Libro, hacemos cola para ver una muestra de arte y extrañamos los recitales en la 9 de Julio. Sabemos que nuestra supervivencia depende de eso. Señores legisladores, ojo con lo que van a hacer con la cultura.

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