Claves del empoderamiento femenino para ser la protagonista de tu vida

“En mi vida falto yo”, de Natalia de Barbaro, busca acompañar el camino de aquellas mujeres “que tienen demasiadas obligaciones, que sienten que podría haber más alegría en sus vidas”.

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"En mi vida falto yo" convirtió a Natalia de Barbaro en la mayor bestseller de Polonia. |
"En mi vida falto yo" convirtió a Natalia de Barbaro en la mayor bestseller de Polonia. |

“Esta Chica Buena no deja de mirarme y yo no puedo parar de mirarla a ella (...) Te conozco, Chica Buena. Sé que estás hecha de miedo”, escribe la psicóloga, poeta, coach y columnista polaca Natalia de Barbaro en su nuevo libro, En mi vida falto yo, un lúcido ensayo en el que insta a las mujeres a ser las protagonistas de sus vidas y que se convirtió en el mayor bestseller de la historia de su país.

En mi vida falto yo. El camino para reencontrarte a ti misma ha sido traducido a 9 idiomas y ya ha llegado a más de 600 mil lectoras. Según afirma la autora, el libro es para aquellas mujeres “que tienen demasiadas obligaciones, que sienten que podría haber más alegría en sus vidas y que buscan respuestas a las preguntas: ¿qué es lo que quiero realmente?, ¿cuáles son mis sueños?, ¿qué me permito?”.

“Da igual si damos clases en universidades, si pronunciamos discursos en mítines, si manejamos millones de euros en una multinacional: esa exigencia es como una sanguijuela que no somos capaces de arrancarnos -escribe la autora-. No te engañes pensando que las consejeras delegadas, las empresarias o las celebridades no tienen que lidiar con lo mismo: en ellas también vive la Sumisa, y es igual que la tuya y la mía”.

Editado por Destino, En mi vida falto yo convirtió a Natalia de Barbaro en una de las máximas referentes actuales del empoderamiento femenino de su país. ¿Su objetivo? Dejar atrás, de una vez por todas, “esa maldita exigencia de ser buena, esa obligación de ajustarse al ideal de las personas con las que ni siquiera queremos entablar una amistad, esa sumisión que parece recorrer nuestras venas”.

Ficha

Título: En mi vida falto yo

Autora: Natalia de Barbaro

Editorial: Destino

Páginas: 248

Precio (en Argentina): En digital: $6699

Así empieza “En mi vida falto yo”

infobae

La sumisa

En mi collage es una mujer adulta. Tiene el pelo oscuro, recogido, y lleva un collar de perlas. Su cara parece vendada con un chal, solo se le ven los ojos: están bien abiertos y me miran directamente —veo en ellos miedo y prevención—. Pegué en la foto el eslogan de una publicidad de perfumes Good Girl. Esta Chica Buena no deja de mirarme y yo no puedo parar de mirarla a ella.

Un día participé en una clase de WenDo: un taller de dos días que combinaba ejercicios de autodefensa y asertividad, y reflexión en torno a los mensajes sobre la feminidad con los que se nos alimenta. Uno de los ejercicios consistía en acabar la frase «una chica debería ser...». Ya sabes. No hace falta que te lo explique, todas respiramos el mismo aire. Tiene mucha importancia lo que sucede en nuestras casas durante la infancia. A mí me tocó la suerte de tener unos padres que siempre querían escuchar lo que yo tuviera que decir. En la escuela, sin embargo, me tachaban de respondona y los profesores repetían —con un desprecio y un reproche incomprensibles para mí— que seguramente acabaría siendo abogada porque siempre defendía a los demás. Eso fue suficiente para que la Sumisa no se convirtiera en mi personaje interior principal, pero me es familiar. Te conozco, Chica Buena. Sé que estás hecha de miedo.

La Sumisa aparece en mí cuando veo cómo el director de mi empresa levanta una ceja en una reunión de la junta directiva. Cuando en la voz de mi hijo o de mi marido aparece irritación y siento la tensión crecer en mi estómago. Cuando tengo dudas de si aceptar la invitación a un programa, aunque intuya que otros participantes no han tenido que pensárselo dos veces. Está en mí cuando en una conversación creo, de manera automática, espacio para el malestar ajeno, lo hago mío y asumo todo el trabajo de devolverle a mi interlocutor el buen humor, olvidándome de comprobar primero cómo me siento con eso, si realmente tengo fuerzas para hacerlo y cuál será el precio que me tocará pagar.

La Sumisa está en mí cuando me vuelvo servicial, cuando pregunto «¿Alguien quiere más ensalada?» para cambiar de tema porque me da miedo que los comensales se pongan a discutir. Estaba en mí cuando —como, seguramente, toda niña en Polonia— estaba viviendo mi propia versión del #MeToo. Cuando hoy en día, siendo una mujer adulta, no reacciono ante un hombre desconocido que se dirige a mí con un «Eh, ¡guapa!», y en vez de contestarle «Vete a la mierda», digo en voz baja: «Disculpe, espero que no le suponga mucha molestia moverse dos milímetros». Cuando, al escribir estas palabras, empiezo a dudar de mí misma y quiero dejarlo porque no sé si alguien va a leer lo que estoy escribiendo.

La Sumisa mantiene las rodillas juntas, pone las manos encima del edredón, comprueba que no tiene una carrera en las medias y, por si acaso, lleva encima un par extra. Usa adecuadamente la cuchara, el cuchillo y el tenedor. Obedece sin protestar. Su voz es como un ruido de fondo —«no hables, mujer, no molestes a los demás en sus tareas importantes»—. La Sumisa no quiere causar molestias innecesarias con su existencia. Se retira a la cocina cuando los caballeros debaten asuntos importantes, entra en la sala de reuniones de puntillas, sus labios pronuncian un silencioso «perdón», se sienta detrás, «no, no os preocupéis por mí» es la muletilla que suele emplear cuando la invitan a sentarse a la mesa.

¿Quién tiene poder sobre ella? Muchas veces no está claro. En la vida de algunas mujeres la figura del Amo está bien definida porque, por ejemplo, se casaron con un déspota que las fulmina con la mirada por una zapatilla fuera de sitio o un cuello de camisa mal planchado. Las Sumisas, bajo esa mirada, trabajan como un reloj suizo. El hecho de que el Amo sea una persona concreta, con nombre y apellidos, introduce en sus cabezas una especie de orden particularmente peligroso. «Él es así, con él no se puede hacer de otra manera.» Y a partir de ahí se trata de él, no de ella; él es el impulso y ella reacciona —según las reglas que rigen su mundo interior— de la única manera posible. Mejor no despertar a la bestia.

Cuando yo me convierto en la Sumisa, creo en un mundo jerárquico donde no hay igualdad.

Natalia de Barbaro: "Cuando yo me convierto en la Sumisa, creo en un mundo jerárquico donde no hay igualdad".
Natalia de Barbaro: "Cuando yo me convierto en la Sumisa, creo en un mundo jerárquico donde no hay igualdad".

Geert Hofstede, un psicólogo social holandés que se interesó por cuestiones relativas a las culturas nacionales y a las organizaciones, intentó describir un país y una empresa concretos como si se tratara de la personalidad de un individuo, analizando diferentes aspectos y describiendo la intensidad de ciertos rasgos. En el marco del funcionamiento de una comunidad distinguió un aspecto que llamó «la distancia del poder», que hacía referencia a la permisividad de los miembros de una determinada sociedad o los trabajadores de una empresa concreta respecto a una división desigual de poder/influencia. En los países con una distancia de poder grande, a la gente no le indigna que a unos ciudadanos se les permita más cosas que al resto. Como escribió Orwell: «Todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros».

En una relación en la que la pareja (que a esas alturas, de hecho, ya es una no-pareja) vive según ese paradigma, está claro y no se cuestiona que una persona limpie y la otra compruebe si todo está limpio; que una persona pregunte si puede salir el viernes con sus amigas y la otra simplemente anuncie «he quedado», cierre la puerta y haga sonar el bip de la alarma del coche; que una persona cocine, sirva la comida y la recoja, y la otra evalúe si todo estaba rico.

La Sumisa es esa parte de nosotras que, según la tipología de Eric Berne —creador del análisis transaccional—, corresponde al esquema de la niña sumisa que asume que es más débil y que respira el aire de inferioridad. Es algo automático: la Sumisa no se plantea preguntas sobre la igualdad porque no ve su situación desde fuera; vive en una diminuta caja dentro del paradigma que dictamina que unos están más arriba y otros más abajo, y que ella siempre está en la parte más baja. Para ella es una norma. No se pone a pensar dónde están sus límites y cómo respetarlos —los demás ocupan el espacio que ocupan y ella, por tanto, se encoge todo lo necesario para que los demás estén cómodos—. Sea en una conversación, sea en el tranvía o en la cama, la Sumisa busca algo a lo que obedecer, porque no cuenta con una brújula interior y, aun así, tiene que navegar de alguna manera por la vida.

Así pues, navega utilizando como GPS el «SE»: así SE hace, así no SE hace. La sociedad, la cultura y el patriarcado ofrecen una lista larga y detallada de lo que se puede y de lo que no se puede hacer, cómo hay que vestir y cómo no, cuáles son las obligaciones de un ama de casa, una madre, una esposa, etcétera. Cada día se topa con alguien dispuesto a «ayudarla» para aprovecharse de su sumisión. Una vecina mira con desprecio sus vaqueros rasgados porque ella misma no tiene la valentía de exponer su cuerpo y es implacable con los cuerpos femeninos que se exhiben. El director no quiere dejarla hablar y corta su discurso con un «entiendo que no hay preguntas». Un tío le explica el concepto detrás de una película que ella vio y él no porque, de esa manera, el mansplaining alimentará su ego.

Así, una mujer adulta con una lista de éxitos impresionante vive una vida encogida; una vida que refleja las expectativas ajenas o, más bien, la idea de estas expectativas. Cuando contemplo a mis amigas y a otras mujeres, conocidas y desconocidas —así como varios momentos de mi propia vida—, me invade la tristeza de que alguien pueda perder su tiempo de ese modo; esa maldita exigencia de ser buena, esa obligación de ajustarse al ideal de las personas con las que ni siquiera queremos entablar una amistad, esa sumisión que parece recorrer nuestras venas.

Da igual si damos clases en universidades, si pronunciamos discursos en mítines, si manejamos millones de euros en una multinacional: esa exigencia es como una sanguijuela que no somos capaces de arrancarnos. No te engañes pensando que las consejeras delegadas, las empresarias o las celebridades no tienen que lidiar con lo mismo: en ellas también vive la Sumisa, y es igual que la tuya y la mía. También hace acto de presencia en los pensamientos de mujeres que han hecho cursos de mindfulness, se han graduado en escuelas de liderazgo y han partido tablas de madera en los cursos de autodefensa de WenDo.