“Félix y el club de los resucitados”, de Natalia Moret: ternura y risas para pensar los duelos con los niños

Aquí un adelanto de la última novela de la narradora argentina, que esta vez escribió una novela infantil. Félix pinta, trabaja en la funeraria. ¿Tiene que ver con que haya quienes vuelven de la muerte?

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Natalia Moret y su nuevo libro.
Natalia Moret y su nuevo libro.

¿Qué pasa si todos dejamos de morir? Eso le preguntará a los padres de Félix, preocupado, el Intendente. Las cosas se iban de control: había que resolver “el problema de los resucitados”. Había que buscar la antirresurrección. Y Félix trabaja en la funeraria.

Pero todo empieza antes. Félix es un amante de la pintura, un verdadero talento que anhela convertir su pasión en profesión. Con el apoyo incondicional de sus padres, decide emprender el camino hacia su sueño de ser pintor. Sin embargo, consciente de los costosos materiales que requiere su arte, se ve en la necesidad de encontrar un empleo para financiar su vocación. Es entonces cuando el señor Monk, en una especie de golpe de suerte, le ofrece un trabajo. La propuesta resulta perfecta para Félix. Sin embargo..

Este es el argumento de Félix y el club de los resucitados, una novela infantil que escribió Natalia Moret y que está llegando a las librerías. Y que, finalmente, habla de la muerte y cómo hacemos los duelos.

Moret nació en Buenos Aires en 1978. Ante de Felix y el club de los resucitados publicó cuentos y las novelas Un publicista en apuros y El año en que debía morir.

Félix y el club de los resucitados

El Intendente fue muy claro. Él y su secretario Bernardo citaron a los padres de Félix para hablar de “el problema de los resucitados”, reunión a la que también fueron Félix y Corcho con su tortuga Capella, que escuchó todo muy pancha comiendo lechuga en su carrito. Detrás del Intendente colgaba un cuadro grande con el escudo del pueblo y un texto que decía: “El mejor lugar del mundo”. Mientras Bernardo tomaba nota de todo, El Intendente les comunicó que de ninguna manera la intendencia estaba dispuesta a entregar la plaza del pueblo, su corazón histórico, la Plaza del Maní, para alojar a esas, esas…

Mi jefe los llama RIA, aclaró Félix, porque le causa gracia. Significa “Resucitados Inexplicables y Antojadizos”.

El Intendente y Bernardo se miraron. ¿Y quién es su jefe para decirme a mí cómo tengo que decirles?, contestó un poco ofendido, y muy serio, El Intendente. Y agregó: además, ¿qué necesidad de hablar con siglas? ¿Y qué es lo que le causa gracia? ¡Esto que está pasando no es gracioso! ¡Esto es un gran problema!

Una ilustración para "Félix y el club de los resucitados".
Una ilustración para "Félix y el club de los resucitados".

Félix no sabía qué decir. Parecía que El Intendente iba a tener un ataque de nervios. ¡Qué ganas de andar inventando términos y jugando con palabras en lugar de llamar a las cosas como se las llamó siempre, por su nombre!, seguía despotricando. ¡No pienso consentir el uso de un lenguaje absurdo, inventado, incomprensible! Ya suficientemente absurdo es todo lo que está pasando con esas, con esas…

Personas, completó Félix, viendo que al Intendente otra vez le costaba encontrar la palabra.

Al escuchar la palabra “personas” El Intendente frunció la cara como si hubiera recibido una descarga eléctrica mientras lo obligaban a tomar leche podrida. Las personas somos mortales, dijo, y si dejamos de ser mortales, bueno, queda claro, lógicamente, que hemos dejado de ser personas.

Las palabras del Intendente sonaron terribles en el silencio del despacho. Aunque lo que decía tenía lógica, Félix sentía que era una equivocación. Está bien. Pedro no respiraba, no comía, no dormía, y había vuelto de la muerte. Pero se conmovía con las estrellas, se reía de los chistes, le daba de comer a Capella si Corcho se olvidaba… ¿Cómo no iba a ser una persona?

La escritora Natalia Moret.
La escritora Natalia Moret.

Este asunto se está yendo de control, dijo El Intendente muy preocupado. Hay que resolver el problema antes de que sea tarde. Imagínense, si no, que a partir de mañana todos dejáramos de morir. ¿Dónde vamos a vivir? ¿Quién tendrá trabajo para todos? ¿Cómo vamos a conseguir mesa en un restaurante? Y suponga que tuvo suerte y consiguió mesa, ¿sabe qué larga sería la cola para el baño? Yo amo, amo, amo este pueblo. Tokio, París, Nueva York, qué sé yo… ¿Qué tienen todos esos lugares que no tengamos nosotros? ¡Vivimos en el mejor lugar del mundo y vamos a convertirlo en un infierno!, exclamó un poco enloquecido El Intendente. Y además, ¿qué sabemos de estos resucitados? ¿Cómo estamos seguros de que no nos van a hacer daño? ¿Qué va a pasar cuando nosotros, los habitantes legítimos del pueblo, sigamos muriendo como manda la Madre Naturaleza, y ellos sigan vagando por el pueblo, colgados de nuestros árboles, brillando como si nada?

Nadie contestó. Las preguntas eran buenas y los habían dejado a todos pensando. El Intendente tomó un trago de agua y se aclaró la garganta.

Por eso, anunció, tomé la decisión de convocar a una asamblea popular para que se decida por votación qué hacer con el problema de los resucitados. Porque acá hay un problema. Estamos todos de acuerdo en eso, ¿no es cierto? Y los miró a todos, uno por uno. ¿Estamos de acuerdo en que hay un problema en nuestro pueblo?

Otra novela de Natalia Moret.
Otra novela de Natalia Moret.

Los adultos asintieron. Había que solucionar el problema de los resucitados. Félix y Corcho se quedaron pensando.

La vida, dijo con grandilocuencia El Intendente, es el bien más valioso.

Yo creo que la vida no es ni un bien ni un mal, comentó Félix. Yo creo que es una casualidad.

El Intendente lo miraba como si fuera un bicho raro.

¿No le da miedo?, le preguntó.

¿Qué cosa?, dijo Félix.

¡Qué cosa, me pregunta este chico! El Intendente resopló nervioso. No lo podía creer. Qué cosa. ¿Cómo qué cosa? Los muertos, la funeraria, los resucitados… ¡La muerte!, dijo al fin, ¿qué cosa va a ser? ¡La mueeeeeeeeerrrrrrte!

Todos se quedaron esperando la respuesta de Félix. La forma tan dramática en que El Intendente había pronunciado la palabra “muerte”, no una sino dos veces, la había hecho sonar —todavía más— aterradora. Parecía imposible que Félix respondiera lo que respondió. Le dijo que no le daba miedo, y que además los resucitados, hasta ahora, eran todas personas muy agradables.

¡Y dele con decirles personas! Estaba indignado El Intendente. Miró a Hilda y a Mortimer como diciendo: ¿a ustedes les parece?

¿Por qué no deja de trabajar y se dedica a pintar otras cosas?, le dijo a Félix. Puede pintar paisajes, retratos, naturalezas muertas… ¡No!, agregó rápido, arrepentido. Naturalezas muertas no. Mejor usted no pinte nada muerto. Nada muerto. Por las dudas. Pinte… Pinte… En fin, ¿por qué no renuncia?

A Félix nunca se le había ocurrido renunciar. Le gustaba su trabajo. También era verdad que si dejaba de trabajar en la funeraria dejarían de resucitar los resucitados, y que no hubiera más resucitados solucionaría para siempre lo que los adultos insistían en llamar “el problema de los resucitados”. Era una verdad indiscutible en su lógica, y así y todo, sin embargo, no parecía lo correcto. Ahora que Félix había descubierto el poder tan especial que su talento tenía sobre algunos muertos, le parecía que no podía dejar de hacerlo así como así, como si nada. Monk le había hablado mucho sobre la importancia de la responsabilidad y el compromiso en cualquier tarea que uno emprendiera. Su poder especial era un don. Este don le había sido entregado a él, y él no podía fallarle. Tenía que cuidarlo. Aunque fuera un don que no entendiera del todo, ni lo controlara, ni supiera por qué le había sido concedido.

Y bueno, dijo El Intendente al escuchar la negativa, no hay nada que hacer, los chicos vienen cada vez más caprichosos. Después les habló a Hilda y a Mortimer. Siempre y cuando a fin de año Félix apruebe los exámenes para pasar de grado, les aclaró, yo no puedo prohibirle que trabaje, porque este es un pueblo libre. Pero lo que sí puedo hacer es crear un nuevo impuesto. Se llamará “Impuesto a la resurrección” y obligará al responsable de cada resurrección a pagar al gobierno con una antirresurrección, y así evitar que la posible sobrepoblación de seres resucitados le genere al pueblo un déficit de seres vivos.

El Intendente había estudiado economía, y cuando se ponía a hablar de cosas tan técnicas era difícil seguirle el hilo. Así que trató de hablar más fácil: cada vez que un muerto resucite, dijo, un resucitado deberá antirresucitar, o sea, volver a morir, y de esta manera se conservará el equilibrio entre vivos y muertos.

¿Y cómo voy a antirresucitarlos?, preguntó Félix. Fácil, encuentre el antídoto antirresurrección antes de la asamblea, dijo El Intendente.

Félix le explicó que él no sabía por qué algunos resucitaban y otros no, así que no iba a poder desarrollar un antídoto. Si no sabía cómo hacía lo que hacía, tampoco podía saber cómo deshacerlo.

Entonces investíguelo y descúbralo, le ordenó El Intendente. Y si no lo descubre, en la asamblea y por votación del pueblo se decidirá qué hacer con ellos.

Pensar que la Plaza del Maní es tan grande y tan linda, dijo Mortimer, con bancos cómodos y árboles frondosos. Y a los resucitados les encanta estar en los árboles…

¿Y si les permitimos mudarse a los árboles y usamos la luz de sus caras brillantes para iluminar la plaza de noche?, preguntó Bernardo. Era una idea tan inadecuada y tan incorrecta que ni siquiera El Intendente se había animado a tanto. Así que todo el mundo hizo como que no había escuchado nada.

Disculpe Intendente, intervino Hilda, ¿lo que usted sugiere es echarlos del pueblo?

El Intendente pensó que sí, ¡exacto!, tal cual, precisamente, eso quería, nada más que eso, echarlos, echarlos muy lejos y para siempre… Pero no podía decirlo así. Quedaba mal. Tenía que sonar menos antipático, así que trató de moderarse. Echar, echar, lo que se dice echar, no, no digo eso… Pero no estaría del todo mal encontrarles un lugar donde ellos puedan estar entre ellos, con otros como ellos, iguales a ellos… lejos de acá.

Lo que El Intendente no se animaba a confesar era que les tenía pánico. Siempre le habían dado terror las historias de terror —que es, justamente, la idea de las historias de terror—. Para él los resucitados eran, en todo caso, ex personas, monstruos, zombies. Cada vez que se cruzaba con uno por la calle se pasaba a la vereda de enfrente, o doblaba en la esquina, o se metía en cualquier negocio haciendo como que justo estaba por comprar algo, cuando en realidad lo que hacía era escapar porque les tenía miedo. Pero en la reunión no contó nada de esto. Le daba vergüenza que los demás “pensaran” que era un miedoso. En la reunión se hizo el superado y dio otra explicación.

Para ser justos, hay que reconocer que esa otra explicación también era cierta. En la Plaza del Maní estaba el único árbol de maní que había en toda la provincia. Cien años atrás el pueblo había sufrido un incendio que había devastado la plaza y la mayoría de las casas y construcciones. Pero el Maní había resultado ileso. Intacto, había seguido creciendo, floreciendo en cada primavera, dando maní, mientras el pueblo se reconstruía a su alrededor.

Bernardo se movió en su silla y pidió la palabra. Imagínense cuántos años tendrá el Maní, dijo, que mi bisabuelo me contó que el bisabuelo del bisabuelo de su bisabuelo vio surgir los primeros brotes. Se emocionó tanto al recordarlo que se puso a llorar. Fue un momento incómodo que por suerte duró poco, porque a veces es difícil saber qué hacer o qué decir cuando alguien llora. Mientras tanto, Corcho trataba de calcular la edad del árbol. El bisabuelo del bisabuelo del bisabuelo del bisabuelo… Como a todo astrónomo, le encantaban las matemáticas. Tiene que haber un lugar, dijo Mortimer.

Pero ¿qué lugar puede haber mejor que este?, preguntó Corcho.

Un lugar, repitió El Intendente. Un lugar… Parecía estar dándose cuenta de algo muy obvio.

¡Un lugar!, exclamó, y fue como si hubiese gritado ¡eureka!

¡Ese lugar existe, y se llama cementerio!

Todos se rieron, pero fueron risas de preocupación. Había algo que estaba bien y al mismo tiempo mal en lo que había dicho El Intendente. El cementerio deberťa ser el lugar, así como los resucitados deberťan estar muertos. Pero, a veces, las cosas no son como deberían.

* Félix y el club de los resucitados, de Natalia Moret, estará disponible en librerías a partir de mayo. El 1 de mayo a las 17 hs la autora firmará ejemplares en el stand de la editorial, en la Feria del Libro de Buenos Aires.