El inexplicable encanto del fuego sagrado

Desde Paavo Nurmi hasta Muhammad Ali, los responsables de encender el pebetero son héroes olímpicos más allá de las medallas.

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Helsinki se vio revolucionado al ver a su ídolo, Paavo Nurmi, encender el pebetero en los Juegos de 1952. 1920
Helsinki se vio revolucionado al ver a su ídolo, Paavo Nurmi, encender el pebetero en los Juegos de 1952. 1920

El universo olímpico está repleto de simbolismos. Hay tradición y hay romanticismo. Hay banderas, himnos…y fuego sagrado.

Del mismo modo que la sensación de respirar el ambiente caminando de un estadio al otro en el Parque Olímpico es absolutamente individual –quien crea que es posible transferirla fracasará en el intento-, tampoco hay una explicación definitiva a por qué el fuego olímpico nos obnubila cada vez que atravesamos los 16 días mágicos del deporte mundial.

Quizás a partir de una historia trágica pueda comprenderse algo de la fascinación que nos detiene hipnotizados delante del pebetero. Históricamente, la suelta de palomas en las ceremonias de apertura de los juegos fue considerada como un evidente mensaje de paz. Es más. No fue ese el único vínculo de esas aves con los anillos: en la extravagante cita de París 1900, hubo demostraciones de colombofilia.

Lo cierto es que en ocasión de la inauguración de Seúl 88, varias de esas palomas volaron directamente buscando el calor del fuego sagrado. Muchas fallecieron calcinadas. Nunca más se repitió el ritual ancestral.

Claramente, los fanáticos del olimpismo no buscamos ese calor, pero en algún rincón de nuestra fantasía imaginamos que las llamas que se encienden anunciando el comienzo de las competencias nos transportan a Olimpia. Cualquiera que haya participado de los relevos de la antorcha –tuve el honor de participar de los de Beijing 2008- puede dar fe de la emoción inexplicable que provoca ser, de alguna manera, parte del asunto.

No es casual, entonces, que el responsable del último relevo camino al pebetero sea recordado, muchas veces, a la par de un medallista…para el caso de que el portador de la última antorcha no haya sido, justamente, alguna vez el mismo medallista.

Cathy Freeman se prepara para encender el pebetero olímpico durante la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Sydney 2000
Cathy Freeman se prepara para encender el pebetero olímpico durante la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Sydney 2000

Como el finlandés Paavo Nurmi, quizás el primer gran héroe de las pruebas de fondo en atletismo, en Helsinki 1952.

O el gimnasta Li Ning que le puso la frutilla al pastel de la extraordinaria fiesta de apertura de Beijing 2008 corriendo en el aire a lo largo de un extraordinario mapping alrededor del anillo superior del Nido de Pájaro.

¿Qué decir de Atlanta 96, cuando Muhammad Ali se acercó tembloroso pero valiente para evitar que su ya avanzado Parkinson frustrara el final de la fiesta?

O de la maravillosa Cathy Freeman, australiana de etnia aborigen, multicampeona en 200 y 400 metros, que coronó la incomparable apertura de Sydney 2000 regalándonos la ilusión óptica de una mujer que no se moja y un fuego que no se apaga ni siquiera bajo la caída torrencial de una cascada artificial.

Sin embargo, a mi entender, los dos casos más representativos fueron protagonizados por dos personas absolutamente desconocidas para el mundo grande del deporte. Los dos fueron atletas. Ella, vallista destacada solo a nivel local. Él, especialista en 400 metros con alguna actuación destacada en los Juegos Asiáticos de 1964. Nada de lo que hicieron en las pistas se puede comparar con lo que representaron para la historia olímpica como relevistas de la antorcha.

Quizás no casualmente ambos episodios se produjeron durante los años ‘60. Así como la música, la moda y la vida misma tuvieron sus “swinging sixties” con epicentro en Londres, el olimpismo tuvo, en simultáneo, una transformación brutal.

Probablemente, el primer gran impacto se produjo en Roma ‘60. Más específicamente en la final de básquet entre los Estados Unidos y la Unión Soviética, que tuvo entre otras particularidades la de haber tenido una enorme e inesperada audiencia televisiva entre los norteamericanos. Gente que estudia mucho estos asuntos del marketing, los medios y los negocios aseguran que ese fenómeno, el de la Guerra Fría entreverada en un emblemático duelo deportivo fue algo así como el punto de partida para lo que hoy representa un matrimonio indivisible entre el COI y la TV y el gigantesco negocio global que este vínculo genera.

Yoshinori Sakai fue considerado un símbolo de paz tras encender el pebetero en los Juegos Olímpicos de Tokio en 1964. 1920
Yoshinori Sakai fue considerado un símbolo de paz tras encender el pebetero en los Juegos Olímpicos de Tokio en 1964. 1920

Mucho más cerca del romanticismo enunciado al comienzo de estas líneas quedan las aperturas de Tokio ‘64 y México ‘68. Volvamos, entonces, a aquellos dos atletas mencionados párrafos atrás.

Él se llamó Yoshinori Sakai, y nació en Hiroshima el 6 de agosto de 1945, ese día en el que una bomba nuclear hizo desaparecer la ciudad. Todo un mensaje a mitad de camino entre la reconstrucción y el no olvidar.

Ella se llamó Enriqueta Basilio y fue la primera mujer en encender el fuego sagrado. Todo un mensaje para estos días en los que se pone tanto énfasis en la igualdad de género, en tener una villa olímpica con tantos señores como señoras.

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