Jaime Bayly: "Yo podría estar en la cárcel"

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Yo podría estar en la cárcel.

Que no me hayan confinado en un calabozo hediondo y me encuentre disfrutando de la libertad en una isla, puede atribuirse a una de las siguientes razones, o a varias, sumadas: las incesantes plegarias de mi madre para salvar mi alma han sido atendidas; la buena fortuna astral me sonríe casi siempre; el burro, quiero decir yo mismo, de pronto toca la flauta; y a las inevitables dudas que lastran y socavan mis decisiones más pesadas no las considero un defecto deplorable, sino una virtud a cultivar.

Me explico: hace no muchos años, estuve a punto de ser candidato presidencial en el país en que nací. No jugué frívolamente con la idea, como algunos piensan. La tomé muy en serio. Hubiera sido un gran candidato. Probablemente hubiese ganado. Los jóvenes me apoyaban con entusiasmo. Yo mismo era todavía un joven en cierto modo, tenía cuarenta y cinco años. Era famoso, muy famoso, porque llevaba la vida entera haciendo televisión. Salía los domingos en la televisión de mi país. Me burlaba sin compasión de toda la clase política. Tenía entonces la ventaja de ser un marginal, un outsider, un candidato sin pasado político, sin manchas, sin kilometraje. Estaba convencido de que, si me lanzaba, y hacía las cosas bien, ganaría. Mi familia, quiero decir mi novia y mis hijas y hasta mi adorada ex esposa, veían con simpatía que yo diese el salto del periodismo a la política y tratase de capturar todo el poder, la gloria inmoderada, los lauros y los fastos que enseñorean, aunque sea brevemente, al triunfador de esas riñas encarnizadas.

¿Por qué no me postulé, a despecho de las encuestas, que me otorgaban una intención de voto nada desdeñable? ¿Por qué refrené a última hora mi ambición y preferí ensimismarme en la mediocridad de una carrera periodística y literaria acaso ya en decadencia? ¿Qué razones o intuiciones o bajas pasiones me disuadieron de inscribirme como candidato y recorrer el país, esparciendo mis ideas libertarias? Si me sentía tan seguramente un ganador, ¿por qué no quise ganar?

Partidos políticos que me apoyasen había, y de sobra, con perdón. No los mencionaré para no deshonrarlos. Pero hubo por lo menos cuatro partidos, dos de ellos de linaje histórico, otros dos más livianitos que bien pasaban como clubes o cofradías, que estaban dispuestos a postular mi candidatura. Me reuní en privado con sus jefes y mandamases y conspiradores de toda la vida, y escuché palabras que masajearon mi vanidad y cosquillearon mi ego: estamos contigo, tú eres el hombre, nadie tiene tu carisma, vamos para adelante, eres el favorito, ganarás, arrasarás, harás historia, será un honor apoyarte. Yo, que nunca he sido humilde ni he procurado serlo, pensaba, por supuesto, que no exageraban y que la razón les asistía plenamente. ¿Cómo podían no apoyarme, privarse de tener un candidato tan simpático, ocurrente, pícaro, ingenioso? ¿Cómo podían no subirse al tren bala que los llevaría directamente al poder? De manera que no había problemas formales o burocráticos: podía darme el lujo de elegir el partido político que mejor se ciñera a mi talla y menos me constriñera la entrepierna. Porque la entrepierna, en mi caso, siendo bisexual, públicamente bisexual, con novio argentino conocido, era, digamos, un asunto sensible, no menor. Y le daba a mi candidatura un aire moderno y rompedor, una cierta dotación de riesgo o aventura. La verdad es que en ninguna de esas reuniones alguien me dijo: no debes ser candidato porque eres bisexual y tienes hijas pero también novio. El tema no se tocó, todos tuvieron el buen gusto de omitirlo, pasarlo por alto.

Había, sí, un problema, un pequeño problema: el dinero. ¿Con qué plata financiaría la campaña? ¿De dónde saldrían los tres o cuatro millones de dólares como mínimo, que todos me decían que serían necesarios para solventar una campaña publicitaria competitiva, con anuncios en la radio y televisión, y mítines en todo el país? ¿Quién sería el mecenas, el padrino en la sombra, el que giraría los cheques? Porque yo tenía algún dinero ahorrado tras décadas de fatigar babosamente el periodismo, pero, la verdad, no estaba dispuesto a gastar un solo centavo de mi plata en aquella aventura, y me parecía que alguien, un buen amigo, debía pasar delicadamente el sombrero, o la gorrita deportiva, y otros, personas muy ricas, acaudaladas, deseosas de halagarme, debían apoquinar las donaciones, mojarse, engordar la bolsa crematística que me llevaría al poder.

Así fue como un amigo muy querido, persona de mi absoluta confianza, casi un hermano mayor, me dijo: yo me encargo de conseguirte la plata, no te preocupes, ya verás que conseguiremos cinco millones, confía en mí. Yo, por supuesto, confié en él. Mi amigo, mi hermano mayor, no me defraudó: organizó una cena muy discreta, en un club exclusivo, con diez de los más poderosos empresarios del país. Que esas personas influyentes asistieran a la cena conmigo fue una señal de que creían que podía ganar. En tono distendido, les expliqué mis ideas liberales y creo que hicimos buenas migas. Al terminar la reunión, cuando nos despedíamos, un señor de origen brasilero, encantador, representante de una poderosa empresa constructora que hacía negocios millonarios con todos los gobiernos de mi país y la región, me hizo saber, en un aparte, con exquisitos modales, que ellos estarían dispuestos, y hasta encantados, de financiarme la campaña, costase lo que costase, pero, y esto lo dijo con un guiño pícaro y una media sonrisa muy profesional, todo lo que me diesen para llevarme al poder sería considerado luego un adelanto, una deuda a saldar, una cuenta pendiente. Me asombró el modo intrépido en que se ofreció a comprar mi lealtad a favor de su empresa. Me dejó pasmado que dijera que sus contribuciones no serían donaciones, sino deudas que yo tendría luego que honrar. Lo dijo con auténtico poder y dominio de escena, como si él fuese el gran jefe y yo, su empleado, su subordinado, su ujier o maletero. Fue evidente para mí que el caballero estaba acostumbrado a comprar políticos con la misma frecuencia como yo compraba corbatas para salir en televisión. Le agradecí, lo miré a los ojos y le dije: el problema es que no me gusta deberle plata a nadie. Me miró con una sonrisa superior, no desdeñosa, pero superior, miró a mi amigo con absoluta confianza en sus posibilidades de vencer mis resistencias y comprar nuestras lealtades, y dijo: me llaman cuando quieran y arreglamos sin problemas, cuenten conmigo. Más tarde, ya a solas, mi amigo dijo que debíamos recibir la holgada donación de origen brasilero. Sus argumentos eran persuasivos: casi todos los principales candidatos, nuestros potenciales adversarios, habían aceptado cuantiosas donaciones de esa constructora, necesitábamos el dinero, nadie se enteraría, podíamos pedir cinco millones y gastar tres en la campaña y luego cada uno se quedaría con un milloncito que mal no caería de cara al futuro, por si perdíamos la elección, hipótesis negada, claro. Huelga decir que la oferta era sumamente tentadora. Nadie podía predecir o adivinar en aquel momento que, unos años después, el dueño de esa empresa, un magnate que parecía intocable, caería preso y delataría a los políticos y politicastros pícaros de la región que habían recibido pagos indebidos de su grupo, a cambio de obras públicas millonarias. Mentiría si dijese que, en aquella circunstancia, pensé: si aceptamos el dinero, quien nos lo ofrece, este señor tan amable y educado, nos delatará años más tarde. Simplemente dije: nunca he pedido préstamos, detesto deber dinero, no me sentiría cómodo debiéndole plata a esa gente. Me amigo se rió con el aplomo de un abogado que ganaba siempre sus litigios y querellas y me recordó: yo te presté plata para comprarte un carro y me pagaste puntualmente. Tenía razón. Nos reímos. Le pedí tiempo.

Unas semanas más tarde, decidí que no sería candidato. No tenía miedo a perder, estaba seguro de que ganaría si me esmeraba a fondo y me proponía seducir a cuanto individuo respirase cerca de mí. Mi argumento era simple: no quiero deberle plata a nadie, si algún día postulo a la presidencia será con mi dinero y solo con mi dinero, la única donación que aceptaría es la de mi madre, pero ella y mis hermanos prefieren lógicamente que la familia no financie mi aventura política. ¿Por qué digo "lógicamente"? Bueno, porque mi madre estaba en contra de las bodas homosexuales, del aborto, de la legalización de las drogas, del Estado laico, y yo, en cambio, estaba a favor de todo eso, y por consiguiente nuestras agendas eran incompatibles, la suya era religiosa, conservadora, y la mía era liberal, libertaria, laica, y no tenía cara para pedirle plata y ella tampoco quería dármela. Mi decisión final fue: si algún día soy candidato, será porque poseo suficiente dinero para financiar yo solo, y sin deberle nada a nadie, aquella aventura. Punto. No se negocia. No se pasa el sombrero de nuevo. No se debe nada a nadie.
Eso me salvó. Si hubiésemos aceptado la donación del factótum brasilero, como hicieron otros candidatos que ahora están presos, yo estaría en una mazmorra, a no dudarlo.

Me salvó, entonces, no mi preclaro sentido del honor ni mi espíritu insobornable, sino mi deseo de ser un hombre libre, plenamente libre. Porque deber dineros me parecía recortar un pedazo de mi libertad, menoscabarla, envilecerla.

En el momento final de tomar la decisión, una voz sosegada me dijo: recuerda que eres un escritor y no un político, sigue siendo un escritor, un hombre libre, y no desciendas al pantano de la política, que, si lo haces, terminarás enfangado y te arrepentirás.

Yo podría estar en la cárcel.

Cuánto me alegro de escribir estas líneas en una isla, y no desde una prisión.

Si quiere leer otras columnas de Jaime Bayly: http://www.elfrancotirador.com/