En torno al duelo

La atribución difamatoria de agravios o falsedades nunca se ha podido resolver en tiempo y forma en el plano legal y judicial

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Con motivo de unas declaraciones del ex presidente José Mujica, durante todos estos días se ha estado hablando de la institución del duelo, regulada por una ley de 1920 hasta su derogación, en 1992, con el solo voto en contra del vicepresidente de la época, el doctor Gonzalo Aguirre Ramírez.

No entramos a las circunstancias en que el ex Presidente mencionó el duelo ni si le quedaba bien a él hacer esa referencia, cuando en su tiempo empuñó las armas contra las instituciones. Pero como es bueno siempre despejar muchas tonterías que se han dicho, recordemos que el enfrentamiento personal de dos rivales fue una larga tradición en nuestro bravío pasado, heredero del arraigado sentido de la honra de los viejos españoles.

No fue sólo un hábito señorial. El "duelo criollo", evocado en Martín Fierro y en toda la literatura gauchesca, era una expresión de los códigos de honor de aquel mundo agreste en que era impuesto cruzar facones cuando dos hombres se enfrentaban, a veces por motivos sentimentales o políticos y en ocasión por simples diferencias circunstanciales, en algún lugar público. Hábito conservado por los legendarios "compadritos" suburbanos. En un plano de mayor resonancia, el duelo se hizo clásico entre algunos grandes caudillos, como fue el protagonizado, a lanza, en 1863, entre Gregorio Suárez, el famoso Goyojeta, y Timoteo Aparicio, que al modo medieval se enfrentaron ante la mirada de sus ejércitos.

El honor se ponía por encima de la vida y el valor personal era un deber irrenunciable. En la vida política se hizo también práctica que, ante un agravio, los contendientes pactaran un enfrentamiento al margen de la ley. El Código Penal de 1889 castigaba el duelo como delito, aunque en la práctica pocas veces se aplicó porque, cuando llegaba la policía, ya no quedaban rastros de la contienda.

En 1919, sin embargo, el ex presidente Batlle y Ordóñez mató en un duelo a Washington Beltrán, director del diario El País, a raíz de un duro intercambio epistolar que derivó en lo personal. Esta vez hubo consecuencias y el propio Batlle estuvo preso, pocas horas pero castigado judicialmente. A raíz de todo lo cual, un gran jurista, el doctor Juan Andrés Ramírez, logró que se aprobara un proyecto suyo que establecía el duelo como eximente del delito de homicidio o de lesiones graves, si se cumplía dentro de una tramitación formal que aseguraba la imparcialidad de la contienda. Por esta vía se logró que enfrentamientos personales que hubieran terminado en las armas se resolvieron a través de una tramitación que culminaba con el fallo de un tribunal integrado por tres personas (dos designados, respectivamente, por los padrinos de cada contendor y un presidente nominado por ellos). En ese fallo se decidía si no había otro modo de dirimir los agravios o, en la mayoría de los casos, se establecía que no había ataque al honor o que los agravios se compensaban unos con otros y que los protagonistas podían sentirse tranquilos en su conciencia. O sea que esta ley, mirada hoy, anacrónicamente, como bárbara, en realidad tuvo un propósito civilizador, al hacer excepcional los lances.

Cuando se decidía que hubiera duelo, se establecía también quién era el ofensor, atribuyendo así al ofendido el derecho a elegir el arma, que podía ser pistola, sable o espada.

En ese largo lapso de vigencia de la ley hubo numerosos duelos, desde el que enfrentó en 1922 a Luis Alberto de Herrera con Baltasar Bum o de nuevo al Presidente Batlle y Ordóñez, a sable, con Leonel Aguirre, otro director de diario El País. En tiempos más recientes se recuerda el de Luis Batlle con el general Ribas, quien también contendió con el general Seregni en diciembre de 1971, en un duelo a pistola.

En lo personal acepté dos veces los padrinos que me enviara el general Aguerrondo, sin que luego hubiera lugar a duelo. Ocurrió, en cambio, cuando nos enfrentamos con un correligionario y amigo, Manuel Flores Mora, con el que nos volvimos a abrazar cuando el golpe de Estado nos imponía deberes mayores que dirimir circunstanciales enojos personales. En aquella oportunidad, el propio Flores se batió después con el doctor Jorge Batlle, en ambos casos a sable.

Cabe señalar que el duelo refería a cuestiones estrictamente de honor, entre iguales, no a asuntos administrativos o judiciales y nunca entre jerarcas y subordinados. Recuerdo el episodio de un militar, director de Bomberos, que retó a duelo al ministro del Interior por haberle dispuesto un sumario administrativo y el superior, con toda lógica, le rechazó los padrinos, diciéndole que el asunto no era de honor personal sino de legalidad y que se defendiera en el expediente abierto. Lo cual vale para asuntos de notoriedad, como las acusaciones al vicepresidente, en que no se trata de difamaciones sino de hechos comprobables como fue el caso del título o este de las tarjetas de crédito o bien su gestión en Ancap, que transita por los canales judiciales y administrativos propios de una situación de esa naturaleza.

Me encuentro entre quienes lamentan que se haya derogado la ley, simplemente porque operaba como un razonable freno psicológico para tantos deslenguados que florecen. Sin embargo, no se me ocurre plantear su retorno, porque racionalmente no tiene fundamento y es un atavismo que, si está en nuestra historia, no está en nuestro futuro. Eso sí: el problema es que la atribución difamatoria de agravios o falsedades nunca se ha podido resolver en tiempo y forma en el plano legal y judicial. Porque el difamador lleva ventaja, ya que normalmente poco tiene para perder, y el difamado queda expuesto a audiencias públicas y resonancias mediáticas, que siempre dejarán alguna mella, aunque al tiempo aparezca una sentencia absolutoria que poco eco tendrá. Es un asunto pendiente.